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Viaje a NK, una tierra olvidada y siempre en estado de guerra

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  • Viaje a NK, una tierra olvidada y siempre en estado de guerra

    Clarin, Argentina
    29/04/2005

    UN PEQUEÑO ESTADO TECNICAMENTE INEXISTENTE CON UN INGRESO ANUAL PER
    CAPITA DE 310 DOLARES

    Viaje a Nagorno Karabaj, una tierra olvidada y siempre en estado de
    guerra


    En 1993 se declaró independiente. Armenia la protege y Azerbaiján la
    reclama. Se lo disputaron en una guerra. Hoy rige una tregua. Pero el
    peligro persiste.

    Marcelo Cantelmi. STEPANAKERT ENVIADO ESPECIAL
    [email protected]

    Estamos del otro lado del espejo, donde la irrealidad es no sólo
    posible sino a veces, necesaria. Nagorno Karabaj es una no-república,
    un no-Estado miniatura de 4.800 kilómetros cuadrados y 140.000
    habitantes, que se declaró independiente en 1993, pero que,
    técnicamente, no existe. Nadie en el mundo lo reconoce, ni siquiera
    su protectora Armenia.

    Esta acrobacia fascinante de política ficción tiene una razón que la
    hace posible. Sirve, por el momento, para mantener vivo un frágil
    cese del fuego con la vecina Azerbaiján, declarado en 1994 pero por
    cuyo futuro nadie se anima a hacer apuestas.

    La clave de ese cese es un enorme oleoducto que petroleras de EE.UU.
    y Gran Bretaña construyen para unir el sur azerí con Georgia y un
    puerto turco: demasiada inversión para aceptar que continúe una pelea
    no terminada. Nagorno Karabaj está a unos 350 kilómetros de Erevan,
    la capital de Armenia. Para llegar aquí hay que viajar unas siete
    horas por un dificultoso camino internacional, parte de la legendaria
    ruta de la seda que hoy conecta el comercio en camiones entre Irán y
    el flamante capitalismo armenio.

    En una parte del camino se alza un magro puesto policial que es la
    aduana del novísimo Estado. Desde allí, una autovía en perfecto
    estado lleva hasta la capital, Stepanakert. Esa ruta es una especie
    de práctico monumento elevado al esfuerzo de la diáspora armenia que
    en un solo día de setiembre pasado reunió 12 millones de dólares para
    abastecer de infraestructura y esfuerzo militar a este país
    inverosímil también llamado Montañosa República de Karabaj.

    La ciudad, que alberga a unas 40.000 personas, como el resto del país
    con un ingreso anual de apenas 310 dólares per cápita, es una
    auténtica mezcla de culturas. En 1920, la URSS de Joseph Stalin,
    dueña por entonces de toda la región, entregó Nagorno Karabaj a la
    musulmana Azerbaiján. Los armenios, católicos pero a su vez
    obedientes obligados comunistas, aguardaron hasta 1988, cuando el
    bloque soviético comenzó a desplomarse, para retomar su demanda por
    este histórico territorio. El forcejeo acabó en una guerra abierta en
    1992, deto nada por un plebiscito que llevó a la declaración de
    independencia de Nagorno un año después.

    Desde el inicio de las hostilidades y hasta el cese del fuego, en
    1994, murieron más de 20.000 personas y medio millón sufrió heridas o
    fue desplazado, de uno y otro lado. La guerra tuvo características
    únicas. Como ambos países en conflicto utilizaban similares uniformes
    y hasta peleaban con tanques de igual origen, soviético, el gran
    problema era, en medio del tiroteo, cómo distinguirse entre buenos y
    malos para no matarse equivocadamente. Los armenios decidieron
    pintarse cruces en los uniformes y los blindados. No se trató de una
    solución ausente de riesgos, pero ayudó a aclarar el juego.

    Hoy en Stepanakert se puede ver parte de la arquitectura soviética
    junto a tonos de la antigua presencia azerí y los estilos
    medianamente modernos de la reconstrucción de posguerra.

    Nagorno Karabaj es por muchas de estas razones la Esparta de este
    Cáucaso oriental. La guerra, en absoluto, se ha ido. "Hay mucha
    tensión. Tenemos que vigilar las fronteras, porque ellos pueden
    atacar, tienen cómo", dice a Clarín Gresha Hayrapetyan, miembro del
    Comité Central de la Federación Revolucionaria Armenia de Nagorno. El
    general y veterano de la guerra Vitali Balsanian concuerda. "Hay
    peligro. Ellos - Azerbaiján - rompen (el algo el fuego) constantemente
    cruzando las fronteras. Y lo hacen y el mundo está en silencio",
    dice.

    Camino a la frontera azerí es posible observar las consecuencias
    desastrosas de la guerra y confirmar el peligro que sobrevuela el
    statu quo de calma.

    En lo alto de las montañas se balancean cables inmensos, unidos de
    una cima a la otra, con largas tiras de alambre colgando, formando
    cortinas invisibles para que allí se enreden los helicópteros azeríes
    que se atrevan a ingresar alguna noche en el espacio aéreo de
    Karabaj.

    El último poblado antes de la frontera binacional se llama Aghtam,
    está prácticamente deshabitado y allí la escena es dantesca. Aldeas
    enteras destruidas, casas que apenas se sostienen en pie debido a los
    bombardeos y la metralla, alguna puerta que resistió milagrosamente
    sin paredes alrededor. Mientras avanzamos por un camino en pésimo
    estado, lo que hay a un lado y otro está arrasado, salvo alguna base
    militar del gobierno de Nagorno Karabaj con soldados armenios dentro.

    A siete kilómetros de la frontera con Azerbaiján, Any, la traductora
    y guía de Clarín, le pide al chofer que baje la velocidad. Nada ha
    sucedido, pero el todo terreno se va deteniendo. Le digo que
    continuemos unos kilómetros hasta que el otro lado sea visible. Any
    accede, pero está nerviosa. Dos kilómetros más adelante finalmente
    dice señalando hacia adelante: "Ok, no more, snipers over there."

    Los snipers, francotiradores, están en las montañas, me muestra. No
    los veo; ella los presume. "Quizá nada suceda, pero nunca se sabe.
    Aquí siempre hay incidentes, disparan todo el tiempo", dice y me pide
    que no salgamos del automóvil.

    La zona es un campo minado, puestas las bombas por uno y otro lado,
    pero sin carteles que digan dónde. El camino es seguro, también las
    banquinas, pero a los pocos metros, donde se desparraman los
    esqueletos de los edificios bombardeados, nadie se atreve a andar
    salvo algunas vacas, que posiblemente mueran sin saber en su
    atrevimiento qué les pegó.
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